Comedores sociales desbordados en Argentina
Llueve en Buenos Aires y el agua resbala por las calles embarradas del barrio Los Piletones.
Dentro de un pequeño comedor popular, un grupo de mujeres remueve una olla enorme de sopa humeante. El vapor llena la sala, el olor a carne se mezcla con la humedad, y fuera ya hay una fila de más de cien personas esperando.

Algunas madres traen a sus hijos con mochilas del colegio todavía empapadas. Otras cargan bebés dormidos.
La escena se repite cada día. En este lugar, fundado hace casi treinta años, se preparan más de 2.000 raciones diarias entre comidas y cenas.
No hay mesas libres. No hay silencio. Pero hay algo que se siente en el aire: la resignación de una sociedad que ha normalizado el hambre.
Una mitad del país bajo el umbral de la pobreza
Argentina atraviesa una crisis que no necesita gráficos para entenderse.
Más del 50% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, y cada día miles de familias dependen de los comedores comunitarios para poder comer algo caliente.
El gobierno de Javier Milei asegura haber “sacado a 12 millones de argentinos de la pobreza”, pero en los barrios humildes nadie ve ese cambio.
Los precios suben, los salarios se evaporan, y el país se desliza hacia una desigualdad que ya roza lo indecente.
“Muy caro todo… la comida, el alquiler, la luz. No llegamos a fin de mes”, dice Mirta, peluquera y madre de una niña de ocho años.
“Antes comprábamos carne los domingos. Ahora ni eso. Venimos acá, y gracias.”
Sus palabras se pierden entre el ruido de los platos, pero resumen lo que viven millones: una economía rota y un Estado que ha dejado de estar presente donde más se lo necesita.
El país de las promesas rotas
Argentina es un país de contrastes brutales.
Rico en recursos, con tradición agrícola e industrial, y al mismo tiempo atrapado en un ciclo eterno de inflación, deuda y frustración política.
Los gobiernos cambian, pero las cifras del hambre no.
El Fondo Monetario Internacional exige recortes, los precios de los alimentos siguen disparados y los subsidios sociales han disminuido drásticamente.
En los barrios populares, eso se traduce en una sola cosa: colas más largas frente a los comedores.
Margarita, directora del comedor Los Piletones, lo explica sin rodeos:
“Antes hacíamos milanesas todos los viernes. Ahora, solo una vez cada 15 días.
Hay días que no sabemos si alcanzará para todos.”
Ella y su equipo de voluntarias son las que sostienen el país desde abajo, con ollas, paciencia y una fe que ni la inflación puede devorar.
La nueva cara del hambre: los niños
Cada tarde, decenas de niños llegan al comedor después del colegio. Algunos van solos, otros con sus hermanos pequeños.
No piden permiso ni disimulan el hambre. Comen rápido, sin hablar mucho.
El último informe de la UCA (Universidad Católica Argentina) estima que 7 de cada 10 menores en los sectores populares no cubren sus necesidades alimentarias básicas.
Es decir, crecen con carencias nutricionales que marcarán su salud de por vida.
En un país que fue símbolo de prosperidad en América Latina, que un niño no tenga qué cenar se ha vuelto rutina.
Y eso, más que una cifra, es una herida moral.
Milei y la batalla del relato
Mientras tanto, desde la Casa Rosada, Javier Milei sigue apostando por su discurso ultraliberal.
Defiende que “el ajuste era inevitable” y que “los argentinos deben acostumbrarse a vivir sin privilegios”.
Pero el ajuste, como siempre, no golpea a todos por igual.
Los mercados celebran, el peso se estabiliza, y los indicadores macroeconómicos sonríen en los informes del Ministerio.
Sin embargo, en los barrios populares la pobreza tiene nombre, rostro y hambre.
Para muchos, la promesa de “liberar la economía” se ha convertido en la condena de tener que elegir entre pagar el alquiler o comer.
Y mientras el presidente se enorgullece de haber eliminado “intermediarios” y “choriplaneros”, los comedores se llenan de trabajadores que antes vivían sin ayudas.
Los comedores como última trinchera
En este escenario, los comedores populares se han transformado en el último refugio del Estado social.
Funcionan con donaciones, apoyo de parroquias, redes vecinales y, sobre todo, con la voluntad inquebrantable de miles de mujeres que sostienen el sistema cuando todo lo demás falla.
Son ellas las que llenan las ollas, coordinan las colas, gestionan los alimentos y escuchan las historias de quienes llegan con la mirada baja.
“Acá no se pregunta nada”, dice una voluntaria. “Se sirve el plato y se sonríe. Lo demás, que lo arreglen ellos arriba.”
Porque arriba, en los despachos del poder, la política sigue discutiendo cifras, pero abajo la gente ya no discute: solo sobrevive.
El país que se come a sí mismo
El hambre no se mide solo en calorías, sino en dignidad perdida.
En Argentina, esa dignidad se cocina a fuego lento cada día en comedores como el de Los Piletones, donde la sopa no solo alimenta, sino que une, consuela y recuerda que la solidaridad sigue viva, incluso cuando el Estado no lo está.
Y aunque Milei se empeñe en hablar de crecimiento, de ajuste y de responsabilidad fiscal, la verdadera economía del país se mide en ollas.
Ollas que hierven cada día para que los demás no se apaguen.
Porque en el fondo, la pobreza en Argentina no es una estadística: es una espera infinita frente a una puerta que, cada día, abre un poco más tarde.
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